Testimonios

 

Vertiente del Sentimiento

Beto Murrieta

 

El toreo es la proyección de un sentimiento. Los toreros sentimentales son los más humanos, los que más hondamente nos llegan al alma, los que despiertan la emoción y la pasión de los diletantes. Con ellos, la geometría deja de ser fría. Las experiencias que forjan el carácter, llega el día en que ineludiblemente afloran al torear. Por ello, el hombre que ha sufrido se desgarra toreando y encuentra en ese ejercicio un quejido sin palabras, un desahogo a través de su fundición con el toro. Pero el toreo es también una manifestación de alegría, de dramatismo y de placer estético. Como el que canta o el que declama, sólo el torero que siente puede hacer sentir. Estos maestros son capaces de llevarnos a un estado como de purificación a través de la experiencia sensorial, del mensaje sublimado de su interpretación del toreo.

 

 

Silverio Pérez

Con el alma en un hilo

 

Murió en Texcoco, Estado de México, el 2 de septiembre de 2006. Vivió 91 años.

 

Silverio Pérez es el torero mexicano más querido y el más representativo. Quería ser boxeador, pero al morir su hermano Armando decidió honrar su memoria abrazando la profesión torera.

 

El célebre Faraón concibió el toreo como la expresión de un sentimiento. Su latido indígena se mantuvo vivo al momento de ejecutar un oficio tan europeo como la lidia. Fue un ser privilegiado que llegó a dibujar el antiacadémico toreo “a la mexicana”, formidable aleación de lentitud y esencia, en la que las formas son avasalladas por el sentimiento. Elevó el toreo a un género grande de arte y dramatismo.

 

Su toreo vagotónico, ingrávido, de efectos sedantes, de intensa expresión y perturbador relajamiento, estremeció a toda la afición mexicana y dejó una marca imperecedera en la Fiesta.

 

De su armonía interior surgía un toreo siempre sincero y acompasado; “perezoso y sentido”, diría José Alameda. Gracias a su condición profundamente humana nació la idolatría del público que lo sentía cercano y que le dispensaba indulgencia cuando las cosas no le rodaban del todo bien. En contraposición con el proverbial miedo que decía sentir, fue un torero de valor, por temeraria que pueda parecer esta afirmación. Hemos revisado decenas de películas de sus faenas, fijando la vista en sus inmóviles zapatillas. En los pies se refleja el valor de los toreros. Y en su oficio. Silverio aguantaba las embestidas, anclaba los pies en la arena y toreaba cerca, siempre cerca, embraguetado, con la mano muy baja y un temple insuperable para acompañar melódicamente el viaje de los toros. El verdadero arte está sustentado en la técnica, y en este sentido, Silverio tenía la mecánica de las suertes grabadas en la cabeza, con la capacidad necesaria para saberlas hacer y con la flexibilidad suficiente para transformarlas en una interpretación estilística que no se había visto antes en el toreo mundial.

 

Había en la arquitectura de sus faenas, más que un formato preconcebido, el impulso que su sentimiento le iba dictando a su cuerpo perfectamente proporcionado. Silverio improvisaba tarde a tarde, toreaba por intuición, siempre dentro de la suerte, sin ataduras, convirtiendo a la muleta en una extensión de su corazón. Enganchaba a los toros adelante y abajo para que embistieran despacio, dando la sensación de que sus pases duraban más que los de otros muleteros. 

     

Al bravo Tanguito de Pastejé le hizo una faena de culto con ribetes de apoteosis el domingo 31 de enero de 1943 en El Toreo de la Condesa. Ese fantástico trasteo fue un ramalazo que sacudió a todo el país y que inclusive trascendió sus fronteras. Agustín Lara se inspiró en él para componer el célebre pasodoble Silverio (Joaquín Pardavé le compondría otro menos conocido: Mi compadre Silverio).

 

Néstor Luján se refirió así al modo de torear del bienamado Compadre

 

Sus derechazos, bien con las piernas aspadas, bien con los pies juntos, su trinchera insolente, recia y resaltada, y sus chicuelinas portentosas, son los tres puntos cumbres de este toreo suyo antiacadémico, que posee un espasmo abrumador y sonámbulo. Su toreo contra el toro, pegado al toro, extenuado por el toro, con los nervios como desclavijados, removió a toda la afición mexicana. Era su estilo un prodigio de impureza, una estilización de la congoja, una mímica obcecada por el dramatismo fatal.

 

Silverio personificó a la patria, con su alma que llora y que canta, con la grandeza de su sencillez. Con su personalidad carismática y su desgarradora, mexicanísima forma de interpretar el toreo, hizo sufrir y gozar a sus partidarios enfervorizados. Dueño de un sello propio, brindó a su toreo sabor y color, sentimiento y belleza, dramatismo y emoción. Fue un estilista que nunca fingió: toreaba con absoluta verdad, sin máscaras, arrimando el alma en cada chicuelina, en cada trincherazo…

 

Nadie logró superar su fuerza expresiva y nadie como él pudo exteriorizar el interior. Si las faenas de Armillita eran discursos, las de Silverio eran cánticos.

 

Fue un privilegio tratarlo muy de cerca en sus últimos quince años de vida, besar con veneración su mano y su mejilla, sentirlo cálido y cercano, percibir cómo su mirada traslucía la belleza de su alma y la grandeza de su espíritu. Antes de sufrir una embolia que le atrofió los dedos de su mágica mano derecha, cuando pardeaba la tarde se ponía sentimental, se bebía su inseparable tequilita, tomaba la guitarra y cantaba melodías campiranas con una sensibilidad y una simpatía inigualables en sobremesas que nunca podré olvidar. Era escucharlo y llorar de emoción.

 

Silverio Pérez tuvo una gran sabiduría de vida. Fue un ser sencillo que jamás pretendió darle muchas vueltas a su extraordinario concepto del toreo. De hecho, no se mostraba especialmente descriptivo cuando se le pedía machaconamente que lo explicara. En sus días finales, toda vez que su amada Pachis se le había adelantado en su camino hacia la eternidad, caminaba despacio y sin perder aquel ritmo cadencioso que le dictaban sus entrañas y con el que encandiló a miles de mexicanos que encontraron en él a su alma gemela, al depositario de un viejo llamado de la sangre envuelto por el halo del arte.

 

Para describir a Silverio, cabrían las palabras de Rafael Alberti: “alma desnuda, espíritu olvidado del cuerpo, con la naturalidad, con la llaneza propia de lo verdadero, de lo que no ha brotado en la tierra para el engaño”

 

Murió en Texcoco, Estado de México, el 2 de septiembre de 2006. Vivió 91 años.

 

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