Testimonios

 

Crónica Memorable De Una Faena Inmortal “Tanguito”

Carlos Septién García “El Tio Carlos”

 

De la batalla de adjetivos que se libró en el tendido y en la literatura taurina en torno a la obra que Silverio Pérez   - pincel en mano y luz en el alma – trazara sobre el ruedo con arrebatos de óleo según el genio de Domenico Theotokopoulos, hay uno solo que satisface la exigencia de la expresión:  ¡Fantástico¡

 

Fantástico, si.  Pero no por puro verbalismo explosivo. Fantástico, porque el toreo de Silverio al quinto toro se cumplió real y verdaderamente en el terreno de la fantasía. Allí donde nada tienen que hacer las leyes físicas; donde todo es libertad radiante de creación y desarrollo. Allí donde, desaparecidas las limitaciones de la dimensión, se desenvuelven suntuosamente libres, esas cosas admirables que son los sueños, los cuentos de hadas y las obras del genio. Allí donde es posible –con tremenda sencillez- que un castillo se derrumbe ante el conjuro de un niño, que una fresca muchacha duerma trescientos años seguidos, que un poeta arrebate la esencia de las cosas, o que un torero toree con las entrañas.

 

Sólo en esa región puede explicarse el toreo de Silverio Pérez. Porque lo que conocíamos hasta el 31 de enero de este año del Señor de 1941- lo que Fermín nos acababa de mostrar espléndidamente- es algo que podría llamarse un toreo físico; un arte sujeto a normas de técnica, hecho de larga experiencia dolorosa, desarrollado entre los límites del toro, de la proporción y la medida. Y lo que se nos reveló este domingo imborrable fue la posibilidad imposible de un toreo místico en el sentido de arte que se desliga de sus leyes por la superación arrebatante del éxtasis.

 

Silverio Pérez rompió con Tanguito las leyes del toreo. Pero no como un anarquista de falsificado modernismo. Ni siquiera como un revolucionario a lo Lorenzo Garza. Lo hizo por la vía de la exaltación personal; con el orgullo humilde de quien cumple la exigencia de volcar un ritmo interno cada vez más claro, cada vez más imperioso. Con la certeza, no del que está violando o destruyendo normas, sino de quien ha descubierto otras leyes superiores a las cuales subordinar su arte: Las leyes del mundo creador, libre y poético de la fantasía.

 

NO hay en esto, por otra parte, nada nuevo, Que tal es el auténtico mundo del Artista. Poder de fantasía son la música y el verso, el óleo la oratoria. Lo que parecía imposible es que un torero llevara su arte a esas regiones. Porque el músico y el pintor, el orador y el poeta, juegan, trabajan y crean con imágenes propias en un ancho campo de libertades. Pero el torero ha de crear actuando sobre un ser vivo, concreto y real, con ritmo e ímpetu propios e independientes como es el toro que nada tiene de imagen, o es una imagen capaz de matar. Y ha de crear gozando, mientras sus plantas se arraigan en una breve línea angustiosa a cuyos lados están la vida y la muerte. De allí que cuando aparece un torero capaz de subordinar la viva fiereza rebelde de un toro al mismo ritmo con que el poeta y el músico recrean sus imágenes, hemos de decir que nos hallamos ante un toreo de fábula que supera por caminos de sublimación todo lo que hasta ahora considerábamos real, posible o inviolable.

 

Y así toreó Silverio Pérez. Trastornando las actuales dimensiones del toreo. Acortando hasta el último límite las distancias entre toro y torero. Ensanchando hasta lo increíble en un y otro sentido el espacio en que el toro  podía ir prendido en la muleta. Alargando hasta lo inverosímil el tiempo de dilación de un lance o de un pase. Haciendo por tanto un toreo diferente en temple y en terreno, en tiempo y en espacio. ¿ No es esta acaso la dimensión que se da en los sueños, en los cuentos de hadas y en las obras geniales?.  Así es. Y ante esa muleta de Silverio que se alarga eternamente hacia la derecha para embarcar al toro que palpita luego sobre las astas, el morrillo y los lomos como una inmensa lengua roja y que se distiende milagrosamente hacia el lejano extremo opuesto en que despide al toro después del pase de pecho; ante esa muleta que así rece, no se encuentra otro símil que el de aquella matita de habas del cuento del gigante que en pocos minutos crece y crece hasta cubrir lenta, implacable, majestuosa, todo el castillo del ogro que lo habita.

 

En la base del toreo de Silverio se halla la pureza de su escuela. En la cumbre, su inmensa capacidad estética, “alquitara de siglos” de raza. En el trayecto hay un estadio diferente que fue Peluquero.  El novillero Silverio fue el lento y apasionado aprendiz de lo clásico, Silverio el de Peluquero fue el mestizo dramático que hubo de vencerse a si mismo para triunfar; Silverio el de Tanguito es el artista que, dominada la técnica, vencida la angustia, encuentra en el arrebato la expresión de un sentido único, entrañable, del toreo.

 

Con este Silverio Pérez producto de un pueblo al que se le han negado y obstruido todos los caminos de lo heroico excepto el del toreo, se inicia la época del toreo como fantasía. Y la Escuela Mexicana paga con creces su deuda al toreo universal entregándole el mensaje de este indio de Texcoco largo, huesudo, desangelado y genial.

 

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