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Testimonio Guillermo Leal

Guillermo Leal  / Enero 2010

 

Habiendo compartido el epílogo de su vida, me atrevo a escribir esta experiencia y aunque el maestro Silverio Pérez  no podrá leerlo, seguro estoy que su alma llenó los renglones de muchas páginas.

 

Era viernes por la tarde y el tránsito de la ciudad de México impedía ser puntual. Los semáforos se hacían eternos y el tiempo transcurría de prisa. Por fin pude llegar hasta su casa, allá en Pentecostés, serían las nueve de la noche de aquel 1º. de septiembre cuando lo vi con vida por última vez.


Ahí en su cuarto, rodeado de su familia, el ganadero Adolfo Lugo –otro de sus grandes amigos-, su esposa; Mariano, su médico de cabecera y yo fuimos testigos del último esfuerzo del gran Silverio….La bendición que a todos estremeció porque fue el último pequeño momento que de lucidez tuvo.

Ya después sólo quedaba esperar….
Esa granja, la de Pentecostés, donde vivió los mejores momentos de su vida, era una casa fría, triste, melancólica.

Habían pasado ya, sin darme cuenta, 20 años desde que le conocí en la casa del maestro Pepe Alameda, el gran cronista taurino. Era yo su asistente y Silverio, el hombre cálido que estrechó mi mano.

 

Durante casi tres horas los escuché hablar de toros, divertirse, recordar anécdotas, vibrar como sólo lo pueden hacer los grandes.

 

La historia me había enseñado quién era Silverio, la figura del toreo; pero la vida se encargó de instruirme sobre quién era Silverio, el hombre bueno. Parecería que el personaje de Silverio sería el mismo, y sin embargo era el ser humano entrañable.

 

El paso del tiempo obligó a nuestros sentimientos a entrelazarse, ya no era únicamente el maestro Silverio, era el amigo querido, con quien se comparte la vida, aunque sea en pedacitos. Así aparecieron junto a Silverio mi amigo, sus grandes amores: su esposa, La Pachis, con su inseparable cigarro y su libro y sus hijos Silverio, Silvia, Marcelo, Consuelo y Ana Laura, ni que decir sus 12 nietos y las parejas de ellos, una familia ejemplar.

Después de la comida obligada de los domingos en la sala de la casa, ahí al pie de la pintura que refleja la majestuosidad de la Pachis, se sentaba Silverio a Escuchar las transmisiones de radio que a través de XEW se hacían desde diferentes plazas del país.

 

Un buen día, cuando supe que Silverio y la Pachis los hacían domingo a domingo, dije frente a los micrófonos de la legendaria Voz de la América Latina una frase que me salió del alma, espontánea, siempre que se trataba de Silverio: “Le mando un beso a mi querido Silver…” y así, hasta la fecha.

 

No siempre tenía oportunidad de escuchar las corridas  pero su pasión por la fiesta brava, su inquietud y el profesionalismo que siempre lo caracterizó le llevaron a la necesidad de estar siempre informado, así que me llamaba por teléfono para escuchar, en un resumen, la crónica de la corrida…, la última fue seis días antes de que se fuera.

 

Hablamos de toros, de la vida, cada conversación era fuente de sabiduría que yo trataba de asimilar. Pero la mayor grandeza, el mayor aprendizaje que pude tener del maestro fue su bondad irrestricta, auténtica, la que no se puede describir, tan sólo sentir y disfrutar.

Hoy, paradójicamente, tengo que confesar que el dolor de haberlo perdido me ha dado una de las satisfacciones más grandes, poder hablar de él y deeste epílogo de su vida…, la vida del gran faraón.

 

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