Testimonios

 

Silverio o la gloriosa sencillez de ser siempre él mismo

Leonardo Páez / Abril del 2007

 

Silverio Pérez Gutiérrez, figura del toreo, ídolo de la afición de México y texcocano universal, vino al mundo en Pentecostés, Estado de México, el 20 de noviembre de 1915 y falleció el 2 de septiembre de 2006, en su domicilio, a un costado de la casa que lo vio nacer.


Con una vida intensa llena de experiencias, rodeada de adversidades y triunfos, carencias, responsabilidades y éxitos, soledad y admiración, El Compadre supo sobrellevar las dolorosas pérdidas de sus padres y hermanos, sobre todo la penosa agonía de Armando, conocido en el medio taurino como Carmelo, tras las cornadas de Michín y, años después, la trágica muerte de su pequeño hijo José Antonio.


Pero el torero más querido del pueblo mexicano en toda su historia, no supo de rendiciones ni derrotas sino de tenaces victorias existenciales mediante el empleo de dos armas poderosas: sencillez y sentimiento, sustentadas en una voluntad de hierro, una sensibilidad fuera de serie y una personalidad fascinante, con un encanto que lo mismo sabía meter en la muleta a encastados toros que a iracundos públicos, inspirados artistas o a inciertos políticos.


Rebasado por su propia leyenda y enfrascado en recuerdos que se le agolpaban y entrecruzaban, como si su increíble paso por la vida hubiese sido un sueño más que una hermosa y polifacética realidad, Silverio Pérez, además de un gran torero fue un gran ser humano, capaz de reflejar la grandeza de su pueblo, enalteciéndolo, y de nutrir valores estéticos más allá de los ruedos.
Su grandeza reside en que no obstante su popularidad jamás perdió su sencillez ni su fe en sí mismo y en Dios, y en que supo asumir, con elegante aceptación, sus limitaciones para, a partir de éstas, ser testimonio, promotor y ejemplo de valores humanos, con un temple de alma que superó incluso el de su prodigiosa muleta.


En efecto, Silverio supo ser un hermoso testimonio de amor a sus padres, hermanos, esposa e hijos, amigos y compañeros, electores y ciudadanos. Asimismo, fue un amoroso exponente del arte del toreo, con un estilo incopiable y un carisma que no ha sido superado,
Haber vivido en la cumbre taurina, política y social no quebrantó su firme convicción en la verdad del espíritu y en la bondad de servir, ya como Presidente Municipal, ya como Diputado. Allí desplegó también el arte de ser y de hacer, con sabiduría y tolerancia, con amor y con humor.
Tal vez esa fue la clave de su singular encanto y privilegiada serenidad.

 

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